Crítica: No hay mejor defensa que un buen tinte

Vi «No hay mejor defensa que un buen tinte» hace algo más de una semana. Por lo general la crítica ha de ser inmediata, con las emociones cercanas. Sin embargo, por diversos viajes, no he podido ponerme con ella hasta hoy. Y me alegro. La obra que hay ahora en mi memoria, es distinta de la que había al terminar la función. La distancia, me ha dado perspectiva, y he descubierto los niveles del texto, del la dirección y la interpretación.

En primer lugar -y antes de entrar en materia-, hay que decir que la obra está llevada por tres estupendos actores, serios, rigurosos, implicados y currantes. Muy currantes. Carmen Navarro es «Martha» -con z anglosajona-, Fran Arráez, «Gustavo» y Mario Alberto Díez es «Fer», convierten la obra –bajo la dirección del asturiano Juanma Pina– en una comedia nada obvia que termina siendo todo lo contrario a lo que «era» gracias a un texto picado, de contestaciones que se «pisan» continuamente, y que van construyendo la humanidad de unos personajes herederos del mejor Chejov. Los tres actores brillan, y hacen desde tres lugares distintos que se complementan como un mecanismo de relojería suiza.

Por un lado brilla Carmen Navarro, en un viaje que planea sobre la locura hasta precipitarse en ella un trasunto de la Blanche DuBois de Kazán en «Un tranvía…» en la que la violación se perpetra despedazando a sus propios hijos en un hilarante y triste viaje de autoprotección. Brilla, Mario Alberto, en la construcción de un personaje desde lo físico, incluida una proyección vocal potente y personalísima, y un cuerpo y rostro que son caricatura para terminar en mito. Finalmente, Fran Arráez, lleva la parte de comedia más tradicional que construye dos personajes, uno divertido, cariñoso, caradura y entrañable, y otro, su alter ego: una mujer que pretende hacernos recordar la violencia de Ciudad Juárez, para

«una proyección vocal potente y personalísima, y un cuerpo y rostro que son caricatura para terminar en mito»

terminar «siendo», la violencia de Ciudad Juárez. Un salir y entrar del sadismo, el amor y la pérdida de contacto con la realidad, progresivos que evolucionan con el descubrimiento de la verdadera identidad de «Martha». Su entrada, la de Gustavo, como sicaria mexicana con un parche en un ojo resplandece en uno de los momentos de lujo de la obra.

Conforme los dedos de sus hijos extorsionadores van siendo cortados por Gustavo-sicaria, desatado e incontrolable en su encuentro con su ilimitada necesidad sádica, Martha va entrando y saliendo de sus mentiras que resultan ser verdades, y de su personaje feliz alegre y pop, que resulta no ser sino una mujer-zombie que, sin embargo, posee una ternura e inteligencia, que evocan al mejor teatro ruso. De hecho, ella, Martha, resulta ser realmente rusa, algo que el espectador -y sus compañeros- descubren cuando, en un desternillante momento, habla con sus familiares en un ruso perfecto…

«y de su personaje feliz alegre y pop»

Entre estas dos dinámicas vitales, la de Martha disociada, y la de Gustavo-sicaria, funciona como «gozne» Fer, interpretado por Mario Alberto, que construye un personaje «casi» a-la-Ionesco -perfeccionista y fanático de la verdad- que, al caer en el juego del secuestro fingido y convertido en realidad contada dedo a dedo, va perdiendo sus puntos de apoyo y cae en sombras que remiten a un pasado traumático que no se nos revela; pero su vínculo a la emoción real frente a la violencia es lo que hace que el juego funcione. Alberto tiene un físico de firma, delgado, alto, con un perfil que difícilmente se podrá encontrar repetido en la escena española… y lo utiliza. Vaya si lo utiliza. Sus movimientos son bellamente mecánicos, repetitivos, casi musicales. Son la puntuación de la obra. El referente. Ya digo, el gozne sobre el que todo se sostiene.

La descripción del argumento que la compañía hace en su folleto de la obra es absolutamente veraz y riguroso. Nada tiene que ver con el tema, sin embargo. El tema, en mi opinión, es el desliz sutil del ser humano, hacia la locura como tabla de salvación frente a la vida.

«No hay defensa que un buen tiente», es la segunda pieza, de una trilogía que se inició con «Lavar, marcar y enterrar«, y que concluye con «Rulos», la precuela.