El Guardián: Cap III

 

El mismo día de la muerte de de su marido, Elena, la madre de Nacho, decidió abandonar una casa y una ciudad que solamente podrían traerle recuerdos de lo perdido.  Ese mismo día, Elena, la mujer del cuerpo inerme que yacía en el comedor con un agujero lleno de bosque en la cabeza, decidió consagrar su vida al olvido.

Pero olvidar significaba que había que cerrar la casa, las cuentas del banco, cierto tipo de comunicaciones… que había que cerrar la puerta al dolor. Y esto último, curiosamente, fue mucho más fácil de lo que pensaba; sencillamente porque el dolor era un lugar que ella no quería visitar. Que no podía visitar. Buscó un trabajo urgente donde lo encontró, se mudó a un pequeño pueblo de Santander con menos de 5.000 habitantes y aceptó un empleo de guardesa para una finca en la que tendría su propia casa. Una casa tan apartada y anónima que era muy difícil que los recuerdos vinieran a hacerle una visita. Y en esa casa creció Nacho Grijales; bueno, mejor dicho, en el jardín de esa casa.

El primer contacto que tuvo el niño con el lugar donde viviría hasta que cumpliera los 20 años se produjo una madrugada de verano cuando su madre detuvo el coche que conducía delante del portón negro de la verja.  A la derecha se veía el caserón abandonado que había que mantener y una bomba de agua al lado de la caseta del pozo. Al frente a la izquierda, pasado el jardín y justo en el límite de la huerta, estaba la casa del guardés. La madre de Nacho condujo hacia ella sobre un camino de gravilla, aparcó el coche en la puerta y, cariñosamente, sacó al niño medio dormido para enfrentarle por primera vez a esa brisa suave que sopla en el norte cuando una masa de vegetación se encuentra próxima. La casa sin embargo estaba fría. Elena acostó al niño y lo tapó con dos mantas de lana esperando que fuera suficiente. Al salir de la habitación echó una ojeada a la cabecita que respiraba rítmicamente y anheló su calor sabiendo, sin embargo, que esa noche no pegaría ojo, que esa noche el sueño y el calor de su hijo eran dos lujos que no se podía permitir.

Primero bajó las maletas y aparcó el coche donde indicaba el plano que le habían mandado con el contrato y las llaves. Al volver, ya dentro de la casa, la suciedad no la asustó; pensó, eso sí, que hubiera preferido lavar ella misma las sábanas de las camas antes de acostar a Nacho. Limpió la cocina, limpió los armarios, limpio el baño a conciencia y, finalmente, ordenó meticulosamente la poca ropa que había cabido en el exiguo equipaje con el que se había asegurado una salida desapercibida.

Y fue precisamente ese trajín que la ocupó durante horas en medio de la noche, el que impidió que su instinto se diera cuenta de que allí fuera, rodeado de oscuridad, había alguien para quien su presencia no había pasado inadvertida.

El hombre que desde el otro lado de los cristales miraba atónito el deambular de la mujer por la cocina mal iluminada, no había dejado de observar desde que los recién llegados habían cruzado la cancela. Y si Elena hubiera podido ver aquellos ojos que la miraban, los hubiera visto atravesados -como atraviesan algunas aves fugazmente la noche- por la sorpresa. Luego, cuado la sorpresa ya no estaba, lo único que quedó en aquella mirada fue el aletear sordo y preciso de la rabia; una rabia negra que iba creciendo con cada movimiento de Elena y que se iba instalando en aquellos ojos como un ave rapaz lista para saltar sobre una presa que cruzaba un cielo equivocado. Cuando Elena empezó a preparar el  desayuno justo antes de que rompiera el alba, el hombre abandonó su esconcondite y se dirigió hacia la casa.

 

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Al oír los primeros golpes, Elena creyó que el corazón se le iba a salir del  pecho. Miró incrédula el reloj y se preguntó quién podría estar aporreando a las 6 de la mañana la puerta de a una casa que para todo el mundo aún debía estar vacía. Respiró hondo durante un segundo y cuando los golpes ser repitieron, apartó la sartén del fuego y se dirigió a la entrada.

Lo primero que Elena vio al abrir la puerta fue un puño que viajaba a estrellarse directamente en su cara. Sin darle tiempo a reaccionar, aquella mano se detuvo por si misma y bajó con inercia descubriendo una cara avejentada, dura y llena de rencor. Durante unos segundos hombre y mujer se miraron frente a frente y se midieron. Elena creyó descubrir un resquicio de amargura en aquellos ojos que la miraban con hostilidad y, en esa amargura, un atisbo apenas perceptible de debilidad. Por fin preguntó y la pregunta le llegó con ese coraje absoluto que tienen algunas mujeres en cuya cama no espera un marido capaz de matar por ellas sino un cuerpo pequeño e indefenso por el que ellas están dispuestas a matar.

– ¿Sí? – Se limitó a decir con sequedad.

– ¿Quién es Usted?… esto es propiedad privada. –Gritó el hombre con una ira mal contenida.

En parte por el nerviosismo, en parte por la actitud totalmente desproporcionada del extraño, Elena soltó una carcajada.

– No me diga. Y usted es el dueño ¿no?

– No se pase de lista. Soy el jardinero, pero en lo que a usted concierne, soy el responsable hasta que llegue el nuevo guardés.

– Guardesa. –Dijo la mujer con una sonrisa conciliadora que se estrelló contra la súbita palidez del jardinero. Me llamo Elena Ricardos.

La mano que Elena tendía hacia el jardinero, como la que años más tarde su hijo tendería frente a la mesa de un  despacho, se encontró con una violencia para la que no estaba preparada.

– ¡Lárguese, es lo mejor que puede hacer!. No hay sitio para una mujer en esta finca.

En ese momento, afuera, estalló la tormenta. Como un avión que llega antes de tiempo.  Como un edificio que se derrumba por el peso de una detonación. El hombre miró fijamente a Elena a través de las gotas de lluvia que empezaban a caer y, como si el trueno hubiera sido la música secreta para una coreografía, dio media vuelta y se adentró en la oscuridad dejando detrás de sí un rastro de hostilidad. Ella, por su parte, se limitó a mirar hacia esa lluvia de pronto vacía y, por un segundo, se sintió completamente desvalida, completamente alejada de todo lo que le pudiera proporcionar confort. Y esa sensación pareció amenazar con abrir unos postigos que Elena había cerrado con demasiada cautela. Poco a poco, mientras la lluvia lo calaba todo, un resquicio del pasado empezó a colarse sin su permiso en el interior de aquella casa. Elena reaccionó con un portazo que retumbó en la soledad de aquella mañana gris y que despertó al niño que dormía en el piso de arriba.

– ¡Mamá!, ¡Mamá!…. – Elena atacó las escaleras con una resolución que la sorprendió y entró en la habitación. En la cama, el niño, asustado, lo miraba todo.

– Hola cariño. Buenos días.

– ¿Dónde estabas?

– En la cocina, preparándote el desayuno. A ver… concéntrate. – Nacho conocía el juego. Levantó la naricilla hacia el aire, cerró los ojos y husmeó concienzudamente.

– ¡Torrijas! – Dijo por fin con unos ojos brillantes.

– ¿Bajamos? – Preguntó Elena mientras salía ya de la habitación con el niño colgado al cuello. – Creo que hoy te vas a divertir… tenemos mucho que limpiar y que descubrir. ¿Sabes que la nueva casa tiene todavía una cocina de carbón?

– ¿Qué es una cocina de carbón? – Preguntó Nacho mirando hipnotizado la enorme plancha de hierro con dos fogones en la que se podía sentir el crepitar del fuego.

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