El Guardian: Cap. VIII

A l salir del Jardín Botánico, Nacho Grijales comenzó a andar despacio por el paseo del Prado camino primero de Recoletos y luego, como tantas otras noches, de la calle Almirante. El aire estaba perfumado de primavera y el tráfico había empezado a disminuir dejando la ciudad sumida en un acogedor silencio.

Al pasar por delante del Gijón echó una ojeada a su interior y se sintió tentado de entrar a tomar a tomar algo. La atmósfera del café estaba cargada de actividad. Había un par de tertulias en pleno apogeo, había una pareja que miraba al infinito sin tener nada que decirse y había algunos turistas que eran maltratado por unos camareros cuya única fidelidad –eso si una fidelidad sin límites- se debía a los clientes habituales. Cuando ya tenía la mano puesta en el tirador de latón de la puerta, lo pensó mejor y decidió irse a trabajar.

En la calle Almirante había poca competencia esa noche, bien porque no hubieran venido otos chaperos o porque hubieran ya encontrado ya cliente. Nacho pensó en esta última posibilidad y frunció el ceño… Había sido una semana muy tranquila, demasiado tranquila, y estaba empeñado en hacer algo de dinero esa noche;  aunque fuera para quitarse de encima el resquemor que le había dejado la entrevista en el Botánico.

Pronto pasaron varios coches y dos de ellos aminoraron la marcha al circular a la altura de Nacho. Esto hizo que se relajara. Todo volvía a la normalidad. Antes de que hubieran transcurrido veinte minutos uno de los coches que había pasado con anterioridad reapareció por la calle Barquillo y entró en Almirante enfilando directamente hacia Nacho.

Conocía al cliente. Tiró de la manilla de la puerta del coche y, como esperaba, ésta cedió con un chasquido que confirmaba que el seguro no estaba echado. Eso significaba, básicamente, que no habría discusión sobre el precio: El cliente, le conocía, sabía lo que cobraba, y la única duda por resolver era si lo harían en el coche o, esta vez, el cliente le llevaría a su casa.

Cuando el hombre tocó la pierna de Nacho éste se limitó a sonreír. Nacho no era especialmente atractivo y aunque tenía un cuerpo sólido formado por el trabajo en el campo, ahora los clientes preferían el exceso de esos otros cuerpos que se logran sólo a través de la visita cotidiana a las pesas de un gimnasio. Sin embargo Nacho tenía su público. Su atractivo procedía de su aspecto masculino y recio y, sobre todo, de su capacidad par hacer que los clientes se sintieran cómodos.

Para Nacho su trabajo era relativamente fácil. Cualquier reto que se pudiera presentar, se resumía a ser capaz de identificar al cliente con algún tipo de árbol que conociera bien; a partir de ahí sabía si la persona que tenía al lado necesitaba silencio o necesita hablar. Sabía si necesitaba ser  cuidado con mimo o, por el contrario, necesitaba espacio y aire. Había ciertas personas que, como cierto tipo de árboles, tenían raíces profundas y tenían gran seguridad en si mismos. Para la mayoría, la ausencia de una copa vistosa y exuberante, era identificada con debilidad… pero Nacho sabía que las cosas no eran necesariamente así. De hecho, los hombres que más se aproximaba a éste tipo de seguridad eran aquellos a los que se podía identificar fácilmente con un olivo. Los olivos son árboles extremadamente modestos, con troncos bajos y rudimentarios que apenas se despegan de la tierra a la que permanecen anclados con seguridad. Las copas son austeras -como recién crecidas- y carecen de aparatosidad. Incluso el verde de sus hojas es de un verde modesto, apagado. Pero Nacho sabía que el olivo es un árbol viejo, uno de los más viejos con los que se había encontrado y había llegado a conocer uno en un pueblo de la provincia de Elche que tenía una edad superior a los dos mil años. Y dos mil años son muchos años incluso para un árbol. Solo las sabinas –que se dan en ciertas zonas del norte de España- ganaban al olivo en su capacidad para ver pasar la evolución a su lado sin inmutarse.

El cliente que esa noche decidió llevar a Nacho a su casa era un acebuche –olea europaea-, un tipo de olivo especialmente longevo capaz de ver y resistir el paso de la historia y de saber mantenerse sobre sus raíces. Ama la luz, pero es capaz de darse en cualquier tipo de suelo aunque prefiere los frescos y algo fértiles. Las hojas son opuestas, persistentes, enteres, coriáceas y de un blanco plateado por el envés. Según el criterio de edad de los humanos, aquel hombre que conducía lentamente por las calles de Madrid, tenía en torno a los 55 años, pero Nacho sabía que era mucho, mucho más viejo. Sabía también lo que le iba a pedir en la cama y, si repetía con él, era porque el cliente no tenía duda de que Nacho sabría dárselo. Lo único que ese olivo viejo y austero deseaba era espontaneidad. Aquel hombre maduro con el que subía en esos momentos por la calle Mayor hacia el Madrid de Los Austrias estaba cansado de sofisticación y de juegos que, finalmente, siempre le resultaban demasiado predecibles. El único agua capaz de satisfacer su sed de siglos era un poco de juventud y espontaneidad… frente a otros suelos, en los que se podía desarrollar sin problemas, buscaba el más fertil. Y, Nacho sabía muy bien, que para cuidar de este tipo de árboles, todo lo que tenía que hacer era dejarse llevar por su naturaleza… y su fogosidad acababa llevándolo siempre a un orgasmo cuya aparición nunca trataba de evitar. La mayoría de los chaperos, prostitutos, hombres de compañía o como se les quiera llamar, consideran que lo único importante era el orgasmo del cliente. Asocian el orgasmo del cliente al sonido agudo y familiar de una máquina registradora y eso les procura confort. Pero generalizar siempre puede llevar al error. Es cierto que hay hombres que -como los árboles frutales- están destinados a dar y necesitan desbordarse para sentir placer; otro tipo de hombre que necesita el orgasmo es el “platanus hispanica” o plátanos de paseo, o plátanos de sombra… o, más aún, los que se identificaban a los castaños de indias; árboles cuyo objetivo principal era el de proporcionar frescura, cobijo en los días de lluvia y protección bajo el sol. Las personas asociadas con este tipo de árboles eran, por lo general, buenos padres de familia que acudían a los servicios de los prostitutos como una fuente de desahogo para recuperar contacto con una posibilidad de vida a la que habían renunciado y para escapar, por un momento, a unas responsabilidades de las que disfrutaban pero frente a  las que necesitaban reponer energía de forma más o menos periódica.

Otro tipo de hombres como los cipreses, los tejos o los cedros –con excepción del cedro del Líbano-, eran árboles ornamentales que no necesitaban dar sino recibir. Por lo general se trataba de hombres extremadamente atractivos que generaban deseo de forma permanente y que, por lo tanto, sentían un cierto agotamiento frente al sexo. Este tipo de hombres agradecían la despreocupación de Nacho al ofrecer sus servicios y lo poco que exigía de ellos; algo que contrastaba con lo que sucedía con la mayor parte de sus amantes.

El cliente de nacho, aquélla olea europaea, el acebuche o acembuche o, ullastre como lo llamaban en Valencia, su tierra natal, aparcó el coche en el parking de la casa en la calle del Nuncio y se dirigió a un ascensor que se abría directamente a una entrada de la casa por las bodegas convertidas en salones con una cierta ambientación morisca. Ya en la primera sala se apreciaba al descubierto, la estructura de arcos de ladrillo típica de las casas del Madrid del Siglo XVIII. y a Nacho no le sorprendió que en un sólo golpe de vista se pudiera percibir sin duda el oficio de aquel hombre que llevaba el perfume del tiempo exudando por cara poro de la piel. En la cabeza de Nacho se produjo una pequeña conmoción cuando tuvo que reconocer que había cometido un error de catalogación que, si bien pequeño, se apartaba del nivel de precisión al que estaba acostumbrado. Le sorprendió en fin tener que admitir que el cliente no era como había pensado una “olea europaea” sino un “olivae parmaciana” un tipo de olivo extremadamente apreciado y escaso que había desaparecido de la península, pero que del que aún quedaban un par de bosques en la región italiana de Nápoles. Frente a otros clientes anticuarios –Nacho tenía seis o siete con esta profesión- que eran claros acebuches, éste parecía tener un gusto especial.  La cama sobre la que nacho se tendió todavía vestido cuando llegaron al dormitorio, era una cama Carlos IV, un estilo poco apreciado por la mayoría de los  coleccionistas por falta de espectacularidad y lo rudimentario de su porte frente a piezas francesas del mismo periodo. Sin embargo, los entendidos de gusto exquisito sabían valorar la escasez de muebles de este periodo, su originalidad, que iba más allá de la simple imitación, y la austeridad que el carácter español había conseguido imprimir a un estilo que venía de una corte con otros usos y otras formas. Cuando la dinastía de los Borbones entró en España en 1700 de la mano de Felipe V, sucedió algo muy parecido a lo que ya había pasado con la llegada efectiva de la casa Austria de la mano del Emperador Carlos V tras la desaparición prematura de su padre el Felipe de Borgoña. Carlos V, que había sido educado en Flandes bajo la presencia de preceptores del país de la Orden del Toisón, flamencos y, por supuesto, franceses, llega como hijo regente de la reina loca encerrada en Tordesillas… y cuando llega  a territorio español no sólo no habla castellano, sino que se encuentra con un país que le rechaza a él y a sus oficiales extranjeros con la revuelta comunera. Pasados los años, el viejo emperador que abdicaba en su hermano Fernando la corona imperial y en su hijo Felipe el resto de los reinos se retiraba a Yuste, un monasterio situado en el corazón de aquel país que le había sido tan extraño en su juventud y con el que se había llegado a identificar en todo lo esencial al final de su vida.

Un camino similar siguió el francés, el hermano del Delfín, el hijo del rey absoluto de la Verde Francia, que llegó a la España -supuestamente decadente- de los albores del XVIII como consecuencia de una guerra que amenazó con desangrar Europa tras la muerte sin herederos de un rey –Carlos II- en cuyo cuerpo se materializaban con asombrosa crudeza toda la decadencia y agotamiento de una dinastía para la que pesaban demasiado el imperio más grande del orbe y una sangre mezclada consigo misma hasta la saciedad. Cuando el francés que se convirtió en Felipe V de España llegó a un país cuyo trono vacío le necesitaba, llegó rodeado de “lo francés” con parte del tesoro que le correspondía como Delfín y que aún hoy se puede ver en una sala acorazada del museo del Prado, y la nostalgia le llevó a construir en Segovia una réplica de aquel Versalles que añoraba tanto. Años más tarde cuando a la muerte de su hermano le exigieron volver para asumir la corona de su país de origen, el francés, el añorante, el Borbón, decidió quedarse en aquel trono que Europa menospreciaba pero cuyas tierras y costumbres bruscas y atávicas embrujaban a quien las visitaba. Aquel país cubierto de viejas encinas de norte a sur, había seducido a esa encina que era Felipe V.

Como otras muchas cosas, la historia que Nacho sabía de su país la había aprendido en la cama de algunos de sus amantes a los que les gustaba hablar del pasado…  y a ella pertenecía, de alguna manera, aquella cama en la que el sexo se derramó rápido, fogoso y, paradójicamente, sin ninguna sofisticación. Nacho lanzó un último jadeo que tenía más de estertor animal que de sonido humano y todo su cuerpo se derrumbó como si un inmenso oso cayera derrotado por el impacto de un somnífero poderoso.  Luego, ya relajado, y mientras el anticuario se aseaba en el baño, contempló las bolitas de marfil que reposaban sobre pequeñas copas abiertas en la punta de los postes que limitaban el pié de la cama. Luego, contemplando el cabecero, reparó en una marquetería que a cualquier francés hubiera parecido torpe, y que describía una escena costumbrista rural en la que el ojo curioso de Nacho no dejó de sorprenderse por la presencia inusual en aquel entorno de un Cedro del Líbano. El árbol que había proporcionado su sombra a reyes desde tiempo inmemoriales, el mismo que había proporcionado su madera perfumada y aristocrática a los sarcófagos de los faraones egipcios, estaba evidentemente fuera de contexto en aquella escena bucólica y campestre tallada con tosquedad y primor en la cabecera de la cama del anticuario.

Después de negociar el precio por pasar allí la noche, Nacho se quedó dormido entre las sábanas blancas de la cama del anticuario. Afuera crecía la noche con un perfume de acacias y naranjos amargos.

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