El Guardian: Cap. XVIII

 

L a vida de Elena se había vuelto monótona y solitaria desde que Nacho se había ido a vivir a Madrid. Solía levantarse algo más tarde cada día, en torno a las 9 de la mañana y los fines de semana, sobre todo el domingo, se preparaba un café y luego volvía a la cama para leer el resto de la mañana. Las canas aparecían ya abundantes y se las recogía en un moño francés que era capaz de sujetarse ella misma con unas cuantas horquillas sin necesidad de ir a la peluquería. Su trabajo se había vuelto rutinario también y los servicios de jardinería y limpieza de la casona se habían externalizado de manera que su tarea se reducía, cada vez más, a algo muy semejante a lo que podía hacer una gestoría… y eso le preocupaba porque se sentía cada vez más prescindible. Internet lo había cambiado todo y los inquilinos por temporada fluían desde hacía ya años sin que ella tuviera que hacer nada más allá de supervisar los servicios de entrada y salida y ocuparse en general, de que las cosas funcionaran sin problemas. Nunca le había llamado la atención que en todos los años transcurridos desde que la contactaran por primera vez, nadie de la inmobiliaria que llevaba la finca, se había jamás pasado a hacer una inspección; Sencillamente se limitaban a ingresarle la nómina cada mes y le comunicaban por teléfono cualquier cambio que hubiera que hacer. Por supuesto, al principio, la marcha de Nacho a Madrid la había sumido en una tormenta de miedos e inquietudes. Y tristeza. Sabía que el tiempo había pasado y de que era casi imposible que nadie pudiera relacionar a su hijo con aquella vida que había decidido abandonar un día sin dejar el menor rastro. Igual que había necesitado años para que una sensación de casi seguridad se le instalara dentro tras su llegada a la finca, fueron años, también, los que tuvieron que pasar para que dejara de escudriñar en lo que Nacho le contaba sobre su vida en Madrid intentando descubrir algo que le llamara la atención, algo que le sonara remotamente familiar. Finalmente se dio cuenta de que Madrid era una ciudad lo suficientemente grande como para acoger de forma anónima a un cántabro más que había llegado, como tantos otros, a buscarse la vida a la capital. Y se relajó. Por fin, tras una década larga, Elena, más allá de la inquietud por el trabajo, empezó a disfrutar de paseos que la hacían sentirse mejor y en los que no podía evitar reflexionar sobre todo lo que había pasado tantos años, pero como se reflexiona ya de algo que nos es ajeno y pertenece más que a la propia vida a la de algún familiar o conocido.

Elena nunca había sido mujer de campo, le gustaba la ciudad, el bullicio, ver a la gente arremolinarse alrededor de los escaparates y, a veces, escuchar, curiosa, las discusiones que ha creado este capitalismo que ella sabía posiblemente más que nadie lo que realmente significaba y en qué consistía su naturaleza.

Naturalmente Elena no sabía nada de la doble vida de Nacho y, por supuesto, aunque hubiera tenido a alguien que la pudiera informar -que lo tenía, y no uno sólo-, no sabía aun, porque no había habido tiempo material para que nadie más allá del protagonista y la policía se enterase que Nacho había estado declarando en una comisaría. El momento era ese justo, en el que las autoridades se ponen en contacto con la familia, pero Nacho no había facilitado el tema. Sabía que tarde o tarde llamarían a su madre para hacer preguntas, pero esperaba antes tener algo de información y una historia elaborada que pudiera contar; así que Elena estaba sentada tranquilamente en el ordenador, pagando unos recibos, cuando oyó el ruido en la parte baja de la casa. Aquella tarde no llovía y el sol estaba a punto de ponerse, por las ventanas se veían las hojas de los árboles del jardín quietas, sin una sola brizna de viento que las agitara. Se preguntó si el jardinero contratado se habría ido ya a casa y pensó que probablemente sí. Fue entonces cuando miró la hora y se dio cuenta de que eran más de las 8 y que el tiempo se le había pasado volando. Cerró el ordenador y bajó a la cocina para prepararse la cena. La noche, lentamente, empezaba a caer. Sacó una pechuga de pollo del congelador y la metió en el microondas mientras con la otra mano ponía a lavar unas judías. El agua salía con fuerza y agitaba la verdura justo en el momento en que sonó el “cling” que anunciaba que la carne estaba descongelada. Pero, además del sonido del agua corriendo y del sonido del microondas, algo más había sonado en la casa. Un segundo ruido no previsto, y Elena recordó porque había abandonado su concentración con los recibos. Cerró el grifo del agua y escuchó. El silencio de la casa era el mismo de cada día y sin embargo había algo que era distinto. Se secó las manos con el trapo y fue caminando hacia la entrada “¿Julian?” preguntó al vacío sabiendo que el jardinero estaba ya a esas horas en su casa cenando o preparándose para cenar. La puerta que daba al jardín estaba ligeramente abierta, pero no debía de estarlo. Elena frunció el ceño, no le gustaban las sorpresas ni las cosas fuera de sitio, ni menos aún que alguien se hubiera dejado abierta la puerta. Por un momento pensó que se estaba haciendo vieja y que su memoria le había jugado una mala pasada, empujó la puerta y la cerró con un pequeño golpe. Sin embargo, casi inmediatamente, la mano de Elena volvió tirar del pestillo, abrió, y dio unos pasos saliendo de la casa y entrando en la noche que se precipitaba rápidamente en un otoño que empezaba a agotarse. Caminó despacio por el pasaje que llevaba a la verja de la entrada y sus pasos sonaron claros en la arena. No hacía frío, todo era normal en la noche apacible. Elena se alegró de haber salido, le dolían algo los ojos por las horas pasadas delante del ordenador. De repente, con un impulso instintivo, giró a su izquierda y se metió en el jardín. Su oído que conservaba fino, la dirigió hacia el ciprés viejo y, rápidamente, lo bordeó sintiendo como la rabia se le acumulaba por dentro. Lo siguiente que sintió fue el sonido de la hoja al abrirle la piel de la garganta. Fue un sonido imperceptible, minúsculo, casi inexistente, un murmullo que se unió a otro sonido inesperado: nunca pensó que la sangre pudiera hacer ruido al brotar. Al mismo tiempo, una mano le sujetaba con fuerza la boca, inútilmente, porque su cuerpo había sabido desde el primer segundo, que no tendría oportunidad para gritar. Al mismo tiempo, la arteria abierta disparó hacia la noche, un primer chorro negro que ella miró con profunda curiosidad. Y, al mismo tiempo, con el segundo chorro -que le pareció mucho más breve-, llegó, finalmente, el golpe del pánico. Mientras se desplomaba hacia el suelo, ya muerta, tuvo todo el tiempo del mundo para sentir el abismo del fracaso: toda su vida había intentado proteger a su hijo y ahora, sin que ella pudiera hacer nada para evitarlo, estaba en peligro.

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