Have you taken your pill? Dias de Boñar, con el transfondo de Don Enrique

Yo conocí a Don Enrique Alonso en los albures de la vida de verdad. Es decir a los 18 más o menos. Pernoctaba entonces en el colegio menor Europa que era el colegio donde todo padecíamos y nos regocijábamos en el rito del paso de la niñez a la juventud, estancados un poco por esa edad nueva donde no se es ni lo uno ni lo otro porque hay que estudiar para mantener esta sociedad tan completa que hemos ido construyendo y que, sin una educación sistematizada se derrumbaría por completo. Perpetuar el saber de los siglos es una tarea titánica que nos repartimos de a poquitos, para abarcar, tan pequeños, lo inabarcable. Había fiestas, claro, de las que semi participábamos los «tarados», los que habíamos nacido «desviados». Pero no había rechazo alguno en el silencio o las intuiciones. Sí, y mucho, en el dolor del amor imposible con una imposibilidad de quien se enamora del sexo contrario. Recuerdo que fue a los 8 o a los 12 cuando descubrí que no miraba donde miraban los demás y recuerdo, como un tatuaje en alguna parte interna de la cava o la aorta, mi primer pensamiento al descubrirme homosexual, que no es nada sexual a esa edad por supuesto, sino una forma más de definirte: «No tendré, familia, no tendré hijos, acabaré sólo». Son pensamientos Heavy Metal, para un niño de 12 años. Entonces las palabras no se nombraban y Jose Andrés tocaba a Leonard Cohen en la guitarra y Cat Stevens con un acento impecable. Allí conocí a Esther y a otras dos amigas que con el tiempo desaparecerían del paisaje. Esther no, Esther Alonso sigue pululando por aquí. Muy pronto Esther fue Boñar, donde su padre era profesor-director del colegio. Que entonces era aristocracia pura -Franco estaba caliente aún en el Valle de los Caídos, y el Golpe de Estado estaba al caer. Don Enrique claro, tenía la voz grave y era serio. Muy serio. De esa seriedad un poco a lo Cela, que es tan seria, tan seria, que era pura retranca. Yo aprendí la retranca de Don Emilio. Y el juego de roles. Allí los papeles estaban repartidos entre la dulzura de sargento de batallón que sólo saben desplegar las mujeres-madre, y la dulzura ya liberada de la una abuela cuya dulzura lo ocupaba todo. Y nosotros, Esther sus amigos -menuda panda- sus hermanos y lo que se terciara era troperio dejado a la libertad total dentro de un orden, porque aquella casa era una de esas que he conocido, no muchas, donde el amor de los padres y su independencia de pareja adolescente eterna, lo iluminaba todo. Hasta su ausencia era lección. Y libertad. Don Enrique, sabia cosas de León, muchas, algunas las escribía en el periódico, otras rezumaban por los cuatro costados de la casa. La parte materna venía de Babia, y allí fui yo con Esther a descubrir los escaños sobre la lumbre, el oficio de la cantería, el pantano, las sabinas desperdigadas por las peñas grises. De vuelta a Boñar, venían los nombres que Esther me riñe porque a veces no retengo. Gete y Getino, Vegamian -donde más corre el agua- y el neguillón. Y estaban, claro, Mako, Tite y, más tarde, la monada de Bruno, que ahora es tiarrón leonés como debe ser. Han pasado muchos, muchos muchos años y muchas muchas otras vidas, otras culturas y otras geografías. A Don Enrique no lo he olvidado. Su retranca. Es una presencia. Como no he olvidado aquellas mujeres que preparaban con total normalidad desayuno para la tropa. Allí se aprendía de la tierra y del «jinremi» que nunca supe como se escribe porque nunca lo vi escrito. Y se hacían excursiones. Esther, tiene sangre verde de verde leonés heredada de aquel hogar perfectish, tan distinto al mío, más disfuncional, donde aprendí como podía ser la vida de una familia-familia. Las cosas han cambiado. «Nos vamos poniendo viejos» y no se como estará el Negrillón de la plaza. A Don Erique me lo imagino, con mayor o menor dificultad, tecleando algún artículo sobre -mayormente- León. Recuerdo de lo que en mi tierra llamamos buena gente: aristocracia pura.